Libros propios

Aquí encontrarán mis libros publicados.

¿Qué es lo que más le gusta soñar con los ojos abiertos?

Con escribir un libro que realmente me justifique.

Jorge Luis Borges
Año 2023

Relatos Cotidianos I

Las crónicas de un inmigrante italiano

Primer libro de cuentos de Isabel Krisch basados en los relatos de don Antonio Rabini.

El encuentro

Dicen que algunos viajes son iniciáticos. Mucha literatura trata este tema. Dicha iniciación es, comúnmente, externa, es decir, la que nutre del conocimiento de lugares, países y costumbres ajenas; aunque también, cada desplazamiento físico implique una transformación interna, dado que el mundo exterior nos aporta, sustenta y  modifica, aunque en lo cotidiano no podamos percibirlo. Quizá de todos esos traslados haya sólo uno, especial, que provoque en nosotros de manera consciente un cambio significativo.

He contado muchas veces, éste que realicé desde Mar del Plata hacia Buenos Aires[1] el 18 de febrero de 2003. Y lo he contado en tantas ocasiones porque fue en mi vida, estoy segura, ese viaje iniciático del que hablo. Aquel recorrido marcó un antes y un después en mi escritura, y en el camino que debía tomar en ella; pero más aún, en el sendero del servicio, porque es así como lo entiendo hoy con el transcurrir de los años.

También dicen que la casualidad no existe. Lo ratifico: “No, no existe. Lo que es real es la ‘causalidad’, sin dudas”. Este relato me lo ha confirmado.

Transitaba aquel año, sin percibir cuál sería aún mi propósito literario esencial, ése que nos moviliza, al que le entregamos nuestro tiempo y dedicación, el que nos apasiona; aunque ya había incursionado en la poesía con un par de libros editados.

En aquel viaje descubrí que los caminos del aprendizaje no se miden en años, que son permanentes y sorpresivos; y que en realidad, es el alma misma la que aprende y nos transforma. Luego de ello, recién ahí, somos nosotros mismos. Racionalizar este concepto es la maravilla que me sorprende aún hoy a cada instante.

Por primera vez en más de treinta años, volvía desde la casa de la playa hacia la del Gran Buenos Aires donde vivo, a hacerme cargo de mi trabajo docente que, en aquella ocasión, se iniciaba temprano. Tomé el micro Nueva Chevalier en la terminal de ómnibus de Mar del Plata, alrededor de las 16 horas. Llevaba un libro nuevo para disfrutarlo en el trayecto, cuando se sentó a mi lado un señor que era despedido desde la plataforma por dos mujeres que, según supe después, eran su señora y una de sus hijas. Él llevaba un diario La Capital, que nunca llegó a leer, como mi libro que tampoco fue abierto porque, de inmediato, entablamos un diálogo muy ameno. 

El hombre mayor se presentó como Antonio Rabini y, sin poder recordar cómo, empezó a contarme su vida. Una vida verdaderamente rica. Era un inmigrante que había llegado a la Argentina con su familia a los diez años desde Camerano, Italia. Y a partir de allí, trabajando siempre, primero como empleado en una empresa que fabricaba botones, y que pertenecía a un tío emigrado con anterioridad, hasta formar su propia empresa química, había transitado décadas de crecimiento laboral sin descanso, muchas vicisitudes y éxitos comerciales que fueron la base de su progreso.

También era para él la primera vez que volvía de la costa en micro, según me contó. Primera coincidencia.

Don Antonio no podía dejar de narrar y yo no podía dejar de escuchar. Todo el tiempo, dicha conversación se me iba convirtiendo en algo familiar. Al parecer era como si ya lo hubiera conocido anteriormente.

Cuando, por un momento, se me ocurrió mirar a través de la ventanilla y vi que estábamos pasando por la ciudad de Dolores, la mitad del recorrido, no lo podía creer. Pero mi sorpresa fue aún mayor  cuando él mencionó su día de cumpleaños: 10 de mayo.

—Yo también nací un 10 de mayo—le dije con sorpresa. Segunda y llamativa sincronicidad.

Fue en ese instante preciso, cuando noté que algo (superior, mágico, como si fuera un mensaje extrasensorial) me decía que esa historia que estaba escuchando iba a ser escrita por mí. Lo supe. Fue una sensación física, sumamente extraña, imposible de explicar.

Continuó el viaje y le conté que era escritora y que todo ese bagaje  maravilloso merecía quedar en un libro. Me respondió que sus hijas siempre le decían lo mismo.

Don Antonio bajó en San Martín. Intercambiamos tarjetas y teléfonos y nos saludamos agradeciéndonos mutuamente lo agradable que había sido nuestra compañía y lo corto que se nos había hecho el trayecto gracias a la charla.

No olvidé al señor del micro, como tampoco su historia. Seguía teniendo vivo el convencimiento de que esa biografía la iba a escribir, pero don Antonio no me llamó.

El sábado 10 de mayo de ese año, yo cumplía mis primeros cincuenta. Sabía que los de él eran ochenta y ocho, ya que recordaba su natalicio en 1915. Entonces, el jueves previo a esa fecha me senté delante de la computadora y, de un solo impulso escribí un cuento con una pequeña parte de aquella historia que tanto me había impresionado. Busqué la tarjeta, introduje el cuento en un sobre, anoté su dirección y pedí un remise para ese sábado hasta San Martín. Acompañé el envío con la siguiente dedicatoria: “Soy la señora que en febrero compartió con usted el viaje desde Mar del Plata hacia Buenos Aires y el natalicio. Le deseo un muy Feliz Cumpleaños”.

El domingo 11 sonó el teléfono de casa y era Mecha, Mercedes Echevarrieta de Rabini, su encantadora esposa, quien me invitaba a cenar esa misma semana.

Así comenzó este episodio nodal en mi vida, puntapié originador de tantas historias en este género literario de las biografías. No desconozco que muchos llaman a mi trabajo: “ghost writer”, es decir, “escritor fantasma”; pero debo decir que nunca lo fui en verdad, ya que en este primer libro y los subsiguientes, siempre me permitieron, con extrema generosidad, formar parte, ya sea con un prólogo o un posfacio, o sólo con el hecho de ser mencionada como lo que soy, una colaboradora, el instrumento para que otros puedan plasmar sus historias de vida.

Debo confesar que siempre me sentí partícipe de estos volúmenes, porque es así como me comprometo con las narraciones que escribo. Me involucro, disfruto de las anécdotas o las sufro y me emociono igual que sus protagonistas. Aunque con ninguna como con la de Don Antonio, a quien aprecié y recuerdo como si hubiera pertenecido a mi familia.

No importa si este tipo de escritura sea considerado como un género de escaso valor literario. No siento que lo sea. Siempre digo que es según cómo se lo escriba y con la altura con la que se lo encare y, en todo caso, no es eso lo que me preocupa, porque he comprendido a lo largo de los años que parte del propósito de mi vida es este servicio. Y me da mucho placer y orgullo sentirme, repito, el instrumento para esta tarea. Siento que cumplo con una misión que me fue asignada. Y soy inmensamente feliz de poder hacerlo con la herramienta que más amo: la escritura.

Pasaron los años, he escrito muchas otras biografías; he continuado, del mismo modo, con mi escritura personal en el registro poesía con varios libros editados y sin atreverme a publicar cuentos personales todavía.

Ahora, ese mensaje superior, esa señal imposible de describir me volvió a dictar que hasta que no estuvieran publicados los cuentos de este narrador extraordinario que fue don Antonio, no podría yo contar otros relatos que se me han ido presentando, imponiendo u ocurriendo en largos años de observación y escucha.

Éste es el motivo, entonces, que me ha llamado a abstraer las anécdotas de aquel primer tomo, que tanta gente me oyó reproducir.

Es por todo esto que creo en los viajes iniciáticos. Y también creo en los arcángeles que marcan rumbos. Que nos muestran el verdadero camino. Y en los mensajes superiores, creo.

Soy una agradecida a la vida por la posibilidad de ampliar mi escritura hacia este otro género narrativo, partiendo del mismo hito. Y le rindo así, un homenaje a don Antonio Rabini, mi Arcángel,  veinte años después.

Isabel Victoria Krisch

[1] Cuando digo que fui “desde Mar del Plata a Buenos Aires”, no desconozco que ambas ciudades pertenecen a la misma provincia; sólo que me refiero a ese otro punto donde vivo, en la Zona Norte del Gran Buenos Aires.

¡Hola, Isabel! ¡Feliz de escucharte y felicitarte por los proyectos, que sé van a ser hermosos y exitosos! Te queremos mucho Isabel, junto con papá y mamá, nos regalaron parte de nuestra historia, a nosotras y a nuestros hijos. Siempre estás presente… ¡Suerte! ¡¡¡Estamos muy emocionadas todas!!!  Y espero verte pronto…

 Mónica Rabini


Hola Isabel, recibí tus cuentos, fue súper-movilizante, uno tiene ciertos sentimientos guardados, como en una caja dentro de uno.

El leer tu prólogo, los cuentos… me era imposible seguir por la emoción. Lo hablé con Moni y ella estaba igual.

Te agradezco vivir esta experiencia nuevamente, y te doy mi aval absolutamente. Un abrazo muy apretado.

Con mucho cariño.
¡¡GRACIAS.!!

Adriana Rabini


Me has hecho llorar leyendo los cuentos. Tenés mi bendición y agradecimiento por volver a leerlos y recordar la vida de mis padres. Nos encantaría volver a verte. ¡Un abrazo grande de todo corazón!

  Mechita Rabini

En Camerano teníamos un teatro de categoría. Era similar al Colón de Buenos Aires, sólo que mucho más pequeño. Con capacidad para unas ciento cincuenta o doscientas personas. Los palcos, en semicírculo; las butacas, acolchadas; una bóveda, pintada en oro y plata; la araña que colgaba del techo, de estilo francés, con cientos de caireles e infinidad de luces. Un lujo extraordinario. Excesivo, tal vez, puesto que permanecía cerrado gran parte del año. A veces se contrataba a algún artista, generalmente un cantante de ópera, que venía un par de días como mucho, hacía su gala y marchaba luego hacia otras postas. Pasaban meses antes de que se volvieran a abrir las puertas para acoger a una nueva estrella.

Un grupo talentoso del pueblo, todos en su mayoría gente joven, se reunía,  promediando la segunda década del siglo XX, para hacer cultura, merced a las resonantes obras de Shakespeare, en los escenarios de nuestro lujoso teatro vacío. Una vez por semana, a puertas cerradas, ensayaban Hamlet, Príncipe de Dinamarca. Obra seria si las hay y de hondo contenido dramático.

Entre bambalinas paseaban algunas voces susurrantes; tortuosas, otras, cada siete días. Y, mientras los preparativos para la escena final adelantaban, se empezó a hacer correr la voz de un próximo estreno. Los prolegómenos duraron seis u ocho meses. Tiempo prudencial para pisar fuerte el escenario, con la letra aprendida de memoria, e incorporados los sufrientes personajes a la humilde piel artística cameranense.

Para el primer sábado de marzo, arañando casi la primavera, se había vendido toda la función, a la módica suma de “due lire”[1] cada platea. El dinero que se recaudaba era suficiente para mantener el recinto cuidado e intacto durante el resto del año.

La gente hizo una prolija fila para entrar en el horario convenido. Las siete y treinta de la tarde apagaba el día. Algunos vecinos se prestaron como acomodadores y situaron a los concurrentes, cada uno en una butaca. Era una velada de ansiedad. Había que evaluar cuán artista era este grupo trabajador de la cultura que había nacido entre nosotros.

Las luces de la lámpara de caireles se fueron apagando poco a poco y salieron al ruedo los actores.

Todos conocemos, quien más, quien menos, la vida del joven Hamlet, llena de muertes e intrigas, y el estigma de Shakespeare, contador de historias enredadas y laberínticas, con finales trágicos. Tal vez demasiado para un pueblo simple como el nuestro.

Entre el público estaba Peppe, sonriente como siempre, portador del mejor humor. Nada más alejado del drama “shakespeareano”.

Me contaron, entonces, que en el momento crucial de la obra, quizá cuando el príncipe de Dinamarca toma una calavera entre sus manos y se pregunta dónde ha quedado la sonrisa, la mueca de aquel muerto, amigo de su infancia; sus labios, a los que ha besado tantas veces; en ese momento preciso y álgido del drama de locura de Hamlet, se sintió el tronar de un flato brutal que hizo eco en la acústica del teatro.

Los presentes, atónitos, se quedaron sumidos en un silencio profundo. Los actores, también. No pudieron continuar la representación pues, instantes después de la sorpresa, estalló la carcajada, como un coro polifónico de fondo, que desbarajustó la tragedia. No fue posible retomar el hilo de la trama. 

Alguien dijo:

 —É stato Peppe[2].

Cría fama y échate a dormir, dirían las abuelas. Alguien tenía que tener la culpa y no podía ser otro que el jodón del pueblo, el originador de las chanzas más divertidas. El bromista.

A continuación: 

—Sí, sí, é stato Peppe. Peppe l’ ha fatto, Peppe l’ ha fatto![3]—se oyeron las demás voces generalizadas.

Se prendieron entonces las luces; un acomodador se acercó al pobre hombre, que no sabía cómo hundirse más en el asiento para desaparecer, y le dijo:

—Peppe, cosa hai fatto? Fuori! Tu non possi stare qui dentro[4].

—No, no, io non sono stato[5]—se defendió—O per caso portava mio nome?[6]

Lo cierto es que fue conminado a salir del teatro. Colorado hasta la raíz del cabello, mezcla rara de cólera y de vergüenza. Con la carga del acontecimiento en sus espaldas, producto de su reputación.

Se dio por terminado el espectáculo, en medio de jocosos rumores por parte del público y del odio irreversible de los actores que no pudieron gozar del aplauso final ni del éxito.

El episodio fue comentado durante meses, siempre entre sonrisas y chistes. Nadie volvió a intentar repetir una obra de Shakespeare en Camerano por mucho tiempo. Esa generación de espectadores no supo qué hizo Hamlet con la calavera. Ni cómo lo mató la ponzoña.

Sin duda, el más activo veneno es siempre la risa.

[1] Dos liras. Lira: antigua moneda italiana.

[2] —¡Fue Pepe!

[3] —Sí, sí, fue Pepe. ¡Pepe lo ha hecho, Pepe lo ha hecho!

[4] —Pepe, ¿qué has hecho? ¡Afuera! Tú no puedes estar aquí adentro.

[5] —No, no, yo no he sido.

[6] —¿O acaso tenía mi nombre?

Tapa Tercer Hombre
Año 2021

Tercer hombre

Séptimo libro de poesías de Isabel V. Krisch cuyo título fue inspirado en la novela de Graham Greene «El tercer hombre».

En su Diccionario de Símbolos, Juan Eduardo Cirlot afirma que “la pareja humana, por el hecho de serlo, simboliza siempre la tensión hacia la unión de lo que está separado de hecho”. Y pienso que esa ´tensión hacia la unión` es una de las claves de acceso a este libro, que puede leerse, además, como una autobiografía centrada en el amor, con sus logros y sus fracasos, sus conflictos y sus armonías.

Tercer hombre está dividido en tres partes, que se inician en el pasado y terminan proyectándose hacia el porvenir (Hombre primero, Hombre segundo, Tercer hombre); esta disposición ternaria responde a tres planos: amor-pérdida, amor-desamor, amor-esperanza. Varias de las páginas del poemario se apoyan en párrafos de “El tercer hombre”, la célebre novela de Graham Greene, cuyo título inspiró a Isabel Krisch para su propio libro.

En los poemas de Hombre primero hay una suerte de idealización, tal vez para paliar los efectos de una pérdida temprana. La idealización no se limita a la persona amada, se extiende también al vínculo con esa persona (que sin duda ha sido virtuoso, por el recuerdo que genera). Esa relación puede que incluso se mezcle con la nostalgia por episodios de una juventud que ya pasó y que se recuerda desde la edad madura. En Hombre primero, las primeras letras de cada uno de los poemas forman en conjunto las palabras “Habítame siempre”, un pedido que responde no sólo al ideal ya mencionado, sino también a un duelo que probablemente no ha terminado su elaboración.

En los poemas de Hombre segundo asoma el intento de reconstruirse y de apostar a un nuevo vínculo, con todos los problemas que esto implica. Las dificultades, los desencuentros, los silencios, el dolor, empañan la ilusión del primer momento y el resultado deriva hacia la ruptura y el desencanto, con la consecuente sensación de soledad.

Por último, en Tercer hombre aparecen los poemas de esperanza, el desafío de un futuro en el que la compañía y el amor restituyan el tiempo de experimentar la vida en pareja. Y a pesar de los insomnios “en esta edad de los desprendimientos”, la voz poética encara esta etapa no solamente con esperanza, lo hace también con valentía, porque bien vale aquí el epígrafe de María Rosa Lojo citado en la primera parte: “La única salida es hacia delante. Nos encontrará la luna y dormiremos”.

Osvaldo Rossi
Marzo de 2021

I 

He de encontrar un febrero en mi alma
un par de sonrisas que se celebran
entre las diminutas criaturas del parque
un mohín una mímica amorosa
separada por lustros por décadas
destiempos
la sangre sin embargo
las pequeñas
pequeñísimas partículas
en un estanque donde el agua fluye
o la luna enredada en la jofaina
emigrante muchacho que nada
que gira que rota se tornea
se expresa cómodo en su estrechez
o en su abundancia
he de encontrar en el hijo el padre
el proyecto en la inhibición
el propósito en el resultado
y una jornada tras otra que termina
que me arrastra
que me mueve a la asociación
que me anuda a su acuario
y me ata al pasado con un lazo violeta
he de encontrar el entorno del reino de entonces
para recrear una historia
imperfecta    ínfima    microscópica
que restituya esa mirada de aire
de miel    de líquido primordial
portador del equipaje
he de encontrar aquel febrero
para vencer la orfandad
definitivamente
hasta que
la última puerta se abra
y te devuelva

II

a Roberto

Añoro tu costado de barro
aquel que en origen fuera amasijo
de moldeados polvo y vapor urgentes
porque no era bueno que el hombre estuviera solo
porque no era bueno
porque no
porque no lo es
porque siento que no lo debe ser
es que añoro tu costado de barro
del que fuera nacida
para ser tu compañera
tu ayuda idónea en el huerto
donde tras el largo sueño
tras ese soplo en la nariz
tu alma viviente descansó sobre la hierba
sobre la piedra cornerina
en ese lugar de privilegio
en aquel ruedo verde de abundancia
donde estuvimos
donde fuimos colocados

yo
como la primera mujer
te añoro
extraño el espacio compartido
sin resignarme a no tenerte
a la ausencia de ese lugar en el que juntos
donde los huesos y la carne unidos una vez
quedaron sellados
para siempre
donde fuimos uno
sólo uno
donde empezó
la vida

Año 2018

La cobra en la corona

(Poemas Egipcios)

Sexto poemario.

«La cobra en la corona» o «Irrupción en el templo» subtítulo que me permito con derecho de lector.

Obra densa, abundante, generosa. Desde el inicio atrapa con un encanto poco común.

Ofrece un escenario – un otro paisaje –  la cobra (¿la autora?) que perfora las piedras, atraviesa las lápidas, viola sagrados cerrojos y conquista el santuario para arribar a los sarcófagos enclaustrados en sus trampas de piedra, prisioneros de mitos; todo tratado con recursos de reposada belleza.

Acude a la poesía con luz  liberadora para que la leyenda continúe. La cobra despierta a las ánimas momificadas, enmudecidas, amarradas con sagrados vendajes y resucita al mismo faraón que dirá y hará lo suyo, lejos de acrobacias de escritura exhibicionista.

La cobra poética vence silencios, misterios, enigmas, desnuda lo oculto, lo condenado, lo vetado, lo impedido.

Derriba las rejas y rescata papiros, voces, ecos, alientos y susurros de amor que humanizan la palabra, la hacen necesaria, reconocible. (las confesiones de IRAS, la saliva de ÁTUM).

La obra ofrece dos dibujos de texto: uno tradicional en su formato de versos, el otro con la horizontalidad de la prosa, pero ligados en una continuidad indiferenciada por la musicalidad, el ritmo, el color que impone la carga creativa de su vuelo.

Oportunas las citas/epígrafes de Leopoldo Castilla.

Aquellas citas señalan el camino con textos de imperdible riqueza.

Isabel Victoria Krisch, con esta producción provoca un verdadero renacimiento, le abre la boca a la mudez impuesta por un relato interesado del poder cultural dominante. Esta poética arranca mordazas, quiebra la oscuridad y avanza con vértigo aluvional de imágenes decididamente superiores.

La poesía merece esta obra, por ello la recibe y celebra con gratitud.

Marcos Silber – Octubre 2017

Abordar la lectura del texto La cobra en la corona, el nuevo y singular poemario de Isabel Krisch, podría sugerir conocimiento previo de una simbología hoy milenaria.  La cobra [uræus o ureus] era, en principio, el emblema protector y atributo real de muchos faraones. La cobra, símbolo de resurrección, estaba asociada a los mitos del viaje del Sol por el cielo y el inframundo.

Pero quizás también la sola mención del título trae en sí la intencionalidad primigenia de quien lo ha desarrollado: narrar una historia que surge como «rumor distante» traído por «un viento que arrastra memorias entremezcladas«.  Partiendo de una estela borrosa y de mera materia terrestre, Krisch se ocupa de devolver a la vida aquello que yace inexpresivo e inanimado y que podrá recobrar su halo vital sólo a partir de la mirada poética. Ésta es entonces transformadora de la realidad: donde hay muerte y vestigios se produce una restauración de la vida extinguida. Y con todo ello, la sed de amar. Y, justamente, serán el amor y su omnipresencia el centro de esta poética que expresa el deseo como signo de vitalidad y que contrasta con la parafernalia del paso del tiempo que refleja sólo signos letales.

Versos de El libro de Egipto del poeta Leopoldo Castilla aparecen una y otra vez en epígrafes que constituyen marcas de un muy alto lirismo que enmarca buena parte de la historia en desarrollo.

Es «ese país distinto donde se conjugan los prodigios» el que la poeta elige para restaurar vidas extinguidas que sólo serán en la atemporalidad del amor. Un faraón y una reina mitológica atraviesan eras para encontrarse: están concebidos para ser amantes perfectos – «fuego vivo que traspasa los tiempos«. Krisch elabora así un relato rico que va recobrándolo todo a través de una imaginería exótica –el tema así lo requiere-  con reminiscencias del modernismo dariano. El lector registra una infinidad de elementos conjugados a través de un lenguaje metafórico donde la sutileza siempre reina. El efecto es único.

Poderoso texto éste de Isabel Krisch: el amor como centro de una poética que refiere al amor como signo eterno de vitalidad y que contrasta con el paso del tiempo, la muerte y el olvido infinito.

JORGE PAOLANTONIO

quizá haya sido por tanto amuleto
o por la mágica fuerza que representan
pero todo late ahora  
en el interior de la duna     
mientras el cielo se manifiesta
y es una intrusa aparición
el rayo de luz

adentro incendio en la pelvis
agitación y ansiedad afuera
un deseo irrefrenable     
mientras el viento
purificador
limpia las cenizas

el abanico de plumas de ave
con su mango de oro
se agita y es maciza la corona que ciñe
el recuerdo de la imagen
porque es ella la mujer
y luce su destino calcáreo
debajo de las sábanas

cuántas libaciones en Dándara
en honor a los dioses
cuántos sacrificios estériles

eterna la compañía
de la esclava descalza que
aún atiende a su ama
en ese espacio intangible y brumoso
donde sobreviven los elegidos
incondicional
presiente como ella
la cercanía del encuentro

nadie se imagina este acto
ni puede inferir jamás
la persistencia de lo absoluto
de lo inextinguible reunido
convergente al fin

entretanto Nut pare en silencio las estrellas
una compleja trama de deidades
conceden el permiso
y la señora del cielo    
funda una vez más
el universo

He caminado antes por este piso frío. Pero sin canasta. He andado presurosa, siempre obedeciendo. La planta de mis pies nunca transitó la sala tan trémula. En otros momentos, el frío era otro frío. Me desplacé presta y diligente cada vez que mi señora lo pedía. Y la canasta y los higos no han pesado nunca tanto como hoy. El miedo hinca los dientes en la fruta. Silencioso. Arrastrando la iniquidad. Todo esto que suena a definitivo. La puerta me espera tan erguida como verduga. Me separa del recinto en tinieblas. Y tiembla mi cuerpo al traspasar ese límite. No hay sonido alrededor esta noche. No hay brillo ni luz en la antesala de esta parte de la historia. Casi no puedo ver a mi ama entre las sombras. Aunque conozco de memoria su belleza. Soy la única que intuye sus desazones. Y descubro en su silencio una respiración entrecortada. Esa respiración es mi oxígeno. En la umbra que la envuelve escucho su corazón en galope. Acelerado. Sin pesadumbre, sin embargo. Extiende el brazo reclamándome el pedido. Conozco la temperatura de su piel y no la toco. Me contagia su valor en la negritud del entorno. Criatura mental y fuerte. La decisión crucial determina una vez más su condición. Un grito sin sonido, un quejido lamentoso y eterno se escuchará esta noche. Se grabará esta noche en las paredes del templo. Para siempre. Se escribirá con sangre cada sílaba en el papiro sagrado. Pero no saldrá un lamento de su boca. Nadie sojuzgará su nombre. Mis pies están fríos. Y es tan profundo este silencio. Pero sólo yo, Iras, su esclava. Y ella, mi reina.

Año 2012

La casa

Quinto poemario.

No es un ámbito hogareño el que advertimos apenas ingresamos a La casa, más bien nos encontramos con una estructura de organización, con una arquitectura. “Dedico este libro a los que construyen. Y entre ellos, a los que nunca dejan sus obras inconclusas”, precisa la autora antes de ocuparse en mencionar los afectos. Y, a vuelta de página, una cita de Steven Holl define primero: “La esencia de una obra de arquitectura es un vínculo orgánico entre el concepto y la forma”, enlaza después: “La idea organizadora es un hilo oculto que conecta las partes dispares con una intención exacta” y concluye: “los fenómenos experimentales son el material para una clase de razonamiento que une el concepto y la sensación”. Como se colegirá, no podríamos esperar una lectura que desborde en pasiones o sentimientos, antes habrá que prepararse para una experiencia estética por la que tampoco nos moveremos con libertad, sino que seremos meticulosamente conducidos.

¿Es que no siente Isabel Krisch? ¿es que piensa, planifica y ejecuta? No sería justo plantearlo de ese modo. Sí es necesario observar que la estética que propone proviene de la moderación, el equilibrio, la disciplina táctica, el plan de construcción. De allí su recurrencia a los maestros de la arquitectura, cuyas voces inicialan distintos pasajes del libro: el citado Holl, Muthesius, Niemeyer, Le Corbusier, van der Rohe, Barragán, Lloyd Wright. De éste quizá tome la referencia central, aunque Le Corbusier y Niemeyer sean los más citados: “Todo gran arquitecto es necesariamente un gran poeta. Debe ser un buen intérprete de su tiempo, sus días, su época”. Krisch piensa así –cree así desde una fe no convencional- y sigue ese camino. El producto podrá evaluarse desde las más encontradas ponderaciones, pero ella lo sabe y asume ese riesgo. Justamente porque cree.

El poema IV del cuerpo inicial podría leerse como una poética: “porque en la caricia está el secreto / porque meter los dedos despacito / quemarse en la amalgama / gris / la cuchara que revuelve / y la mano / una y otra vez / áspero y rústico el producto / y duro y sólido / y definitivo / porque en el construir la aleación / hay una propuesta afectiva / y paciencia / y sed”.

Antes, y durante el largo después, el juego descriptivo gana los espacios “ladrillo a ladrillo” y se detiene, en algunos pasajes, para permitirse el desliz, “para rendirse allí / en la zona húmeda / donde más se goza” (VI).

Hay oficio en Krisch que se trasluce en la trama discursiva; vocación de arquitecta diría tentado por la obviedad. Hay dosificación de recursos y figuras. Hay, incluso, un vocabulario aséptico, casi de laboratorio. Le gusta jugar con la sinestesia y con la cenestesia; con la aliteración, sobre todo de sonidos líquidos (X); con la repetición, el paralelismo, la recursividad.

Por momentos, como al pasar, deja sentencias que denuncian aspiración metafísica: “lo que nos rodea se apaga / o se extingue o se sacrifica” (XV). Por momentos, también, cede a las burbujas del lugar común que opera como bajativo (XVI).

Hay amor y hay dolor reiterados a lo largo de los poemas, pero nunca el amor despierta fogosidades ni el dolor se vuelve difícil de soportar. Más bien se los asume como contrapartes del necesario y buscado equilibrio. Y hasta se traza por allí un esbozo de pintura social (XXII, XXIII), más como escenografía que como tópico.

A ese cuerpo inicial le suceden once textos en prosa que giran en torno de la memoria. Y desde el primero, nomás, se limita cualquier posible derrame pasional o nostálgico: “Aunque nunca la euforia dure más que un segundo” (1). La infancia y el amor familiar dominan los recuerdos. Frutas, abejas, mariposas, pétalos, gorriones, luz, luz, luz… Y, cada tanto, alguna sombra que refresca o previene según la circunstancia. Es tiempo de fundación en la casa que se construye. Casa con “acento extranjero y el cabello rubio” (3). Demolición de lo que había. Nuevo vínculo. Y las manos enlazadas de padre y madre. De él hereda los rasgos definidos; de ella, cierta propensión a la levedad; de ambos, un rigor que se transparenta incluso en el lenguaje. Después el discurrir inevitable; con sus consecuencias, inevitables también: primero el amor, después los desencuentros; primero la ilusión, después los desengaños, las distancias, las pérdidas. Todo lineal, sujeto al trajín de la costura (8). Hasta que, llevado por la misma serena pulcritud descriptiva, uno se topa con el desprendimiento que estremece: “No existe una sola molécula de sus gestos. Yo me encargué de esparcir las cenizas. De verlas hundirse en el agua del lago” (9); “Esto que es vacío quiso ser hogar” (10) o, en el momento de mayor dramatismo, “Sin embargo fui capaz. Fui desalmada, mezquina, miserable, perversa, desvergonzada, insolente, canalla. Di cabida a desmantelar, desamueblar, a desmontar las partes que contenían las únicas partículas de mi procedencia. Fui capaz. Fui capaz. Fui capaz. He vendido la casa de mi madre”.

En este punto, de catarsis para la autora y de extrema tensión para el lector, la magia de la poesía de Isabel Krisch esplende con brillo propio. Lo que sigue, hasta el Epílogo, es un juego de especulaciones, alguna predicción, alguna aspiración reparadora. Y el Epílogo, tríptico, se propone como último eslabón de una nueva continuidad, como un renacimiento, vital y conceptualmente entendido. Como una nueva fe. Esa que tal vez cure las llagas de “los tiempos desfasados”. Esa que tal vez le dé la razón a Thoreau, el poeta con el que se cierran las citas: “Jamás hallé compañera más sociable que la soledad”.

Claudio Portiglia / Junín, enero, 2012

La estética que Isabel Krisch propone en La casa nace de la moderación y el equilibrio, del sentido de las proporciones y la disciplina táctica, de un elaborado plan de construcción.  Así justifica la inclusión de voces tomadas de los maestros de la arquitectura con las que abre distintos pasajes del libro: Holl, Muthesius, Niemeyer, Le Corbusier, van der Rohe, Barragán, Lloyd Wright. De éste quizá tome la referencia central: “Todo arquitecto es necesariamente un gran poeta. Debe ser un buen intérprete de su tiempo, sus días, su época”. Krisch piensa así  -cree así desde una fe no convencional- y sigue ese camino. El resultado podrá evaluarse desde las más encontradas ponderaciones. Ella lo sabe y asume el riesgo, precisamente porque cree.

Hay oficio en la poeta que se trasluce en el discurso. Hay dosificación de recursos y figuras. Hay, incluso, un vocabulario aséptico, casi de laboratorio. Todo ese haber, sumado al que cada lector sabrá detectar una vez que aprenda a moverse por los distintos ambientes de La casa, y a disfrutar de ellos, hace que la magia de la poesía esplenda en este libro con brillo propio.

late la que habita la casa
que se puebla de incertidumbres
vacilaciones titubeos
de dudas se puebla
aún de pie
con una cadencia indefinida sobre la base
en los cimientos el soporte
el apoyo
resquebrajada en su estructura
aún así
se coloniza a sí misma y se endereza
apuntalada tantas veces
a punto de caer tantas otras
late

en el tapete que cuelga de la pared
ondean en escena bucólica la dama y la niña
entre amapolas blancas el muro sostiene
en la sala de madera oscura
de los techos altos y del piso baldosa
cuatro sillas
mesa abrigada de ruedos
de bordados y festones
con la tarde entrometiéndose en la vajilla
porcelana china laca roja en el biombo
en un rincón
de hierro la lámpara
enciende de a poco la noche
y desmesura el negro
de otros rincones que se abandonan
en los cuartos adyacentes
sensaciones de olivo
madejas de lana      
y plata en los cubiertos
adentro copas la vitrina orgullea
la porción de cristal que merece
y el sonido del piano en el desván
arriba los ángeles
colando los malos sabores
como nuestros custodios
instigantes que observan desde el yeso
manchando con óxido de intención
las manos

en la casa de las escenas estáticas
el amor
detrás de los cuadros

Año 2008

Apenas una línea, roja

Cuarto libro de poesía.

La obra realizada por Isabel Krisch hasta hoy, puede dividirse en dos etapas bien definidas que pretendo ligar, en este comentario al que tan amablemente me invita la autora a realizar, creando el engarce de “Apenas una línea, roja” a su anterior producción poética a la cual denominé “la poesía en tres movimientos”, porque me impresionaron como las tres vibraciones de una sonata, compuesta por sus poemarios: “Cruzar el lodazal”, “Que se rompa el amarillo” y “Entre la roca y el aire”, que cerró su primer ciclo creativo en el año 2005.
Admito que para acercarse a “Apenas una línea, roja”, el estudio hecho entonces de la obra de Isabel Krisch, bien puede ser obviado por los lectores de este poemario que hoy ve la luz, pese a que en mi opinión, para comprender a cabalidad el proceso creativo de la autora, es preciso caminar la senda recorrida por ella, hasta este punto de su evolución emocional y artística que, en el caso de Isabel, son inseparables y conforman una entidad indivisa. Desde ella nace la catarsis creada por su voz, que no canta sino eleva en un grito desgarrador, a veces. Esto hace de la palabra escrita de esta obra, un bajorrelieve vibrante de poderosas y ocultas energías que no se encuentran en los tres movimientos de la sonata y parecen, más bien, la obertura que anuncia algo nuevo, diferente, más denso y subterráneo.

Augusto Casola
Presidente del PEN Club del Paraguay

demasiada carga lleva el asno
el asno
la carga
demasiada
dema
siada
carga lleva
el asno
la carga
dem
asiada
la carga
el asno

/es demasiado/

algo sustancial
en el cuerpo se rompe

el cuerpo me pide que lo diga
y yo lo digo
no me permito detener
al cerebro que ordena

(abro las piernas y pujo)

la cara se contrae
los poros se llenan de sangre
una vez más

(alguien no quiere que abra la boca y grite)

pero me inclino hacia adelante
me disfrazo de que puedo
y puedo

Año 2005

Entre la roca y el aire

Tercer libro de poesía.

La percepción de lo invisible ordena el incansable hacer del lenguaje. Somos palabras, y con palabras construimos la realidad. Tanto el mundo inmediato como el mundo invisible aparecen, se nos aparecen, como estallidos del sonido, como las sílabas siempre inconclusas del acontecer.
Entre la roca y el aire, último libro de Isabel Krisch, insiste, con brillantez obsesiva, en nombrar las roturas, las grietas, las “lesiones subterráneas” que manan hacia “la unidad material/hacia el alivio interior y el soplo cósmico”. No es el nombrar plácido, dogmático, de la certidumbre religiosa o la revelación aforística. El nombrar de Isabel es el nombrar vacilante de la poesía: materia y sensación, fragmentos de subjetividad lanzados al vacío, gestos abanicados por el fluir sonoro de las palabras, todo precario, todo más y más lejos, todo infinitamente posible.

Luis O. Tedesco

Es un misterio la raíz del árbol
el núcleo rígido de la obsidiana

la inefable y difusa constitución del universo

en cada galaxia hay una explosión en el origen
cada principio es un arcanoy los jirones de sangre seca

y el recuerdo     de luto     todavía
con la roca en equilibrio sobre los hombros

a veces      con la mordaza

ya no hay nada que paute el conjuro
ni amalgama que oprima

inevitablemente se pierde el sustento
las urgencias se abren las venas


percibo en lo invisible un mundo perfecto que viene
que decide los destinos
que enhebra la genealogía como una araña urde su malla

sin grietas ni tiempos deshabitados
sin desdoblamientos ni vértigos


percibo un espacio vacío entre el eco
y la posibilidad

Año 2000

Que se rompa el amarillo

Segundo libro de poesía. Colección «Todos Bailan» de la Editorial Libros de Tierra Firme. Fue editado con el apoyo económico del Fondo Nacional de las Artes.

En este segundo libro, Isabel Victoria Krisch se afirma ya con una estética bien definida, donde fondo y forma se acompañan en un engarzado que pone de manifiesto la contundencia de su discurso poético.
/Que se rompa el amarillo/ como un conjuro (dice la poeta). Un sinnúmero de posibilidades, ser la palabra, la conjunción, la analogía.
Y /por qué arañar la propia identidad/ (dice la mujer) /por qué exigir tanto al útero/.
Y por qué, finalmente, si la sombra de siete cadáveres, la muerte, la miseria del mundo. /Por qué estúpida ceguera esta raza de hombres se ha perdido los colores/ y, en todo caso, ¿es la poesía la que puede redimirnos de esa ceguera?
Alguien que ha vivido sepultado de sí mismo, alista las alas para romper la cripta. En medio de ese equilibrio inestable, el espíritu del poeta, hombre mujer guerrera. Y aunque /siempre hay algo que se pierde/ y aunque /este mundo es asimétrico/ su búsqueda continúa. Porque la libertad no le resulta suficiente. Atraviesa la palabra para alcanzar/(quien sabe) una rara orquídea sagrada de color inigualable/. Y la poesía entonces, una vez más, haciendo posible la transformación.

Graciela Caprarulo

Descontrolada la jauría en celo
se abalanza
por las siete tumbas impalpables
por las sombras de siete cadáveres

y hay un fluir de ocasos
en la espuma de sus mandíbulas

Allá abajo quedó la luna
enhebrada en la mañana
con un hilo de sangre inmortal entre los dedos
y un aullido glaciar en su garganta
cada párpado lleva el signo de la roca
y la lengua lame el pliegue de una lápida

Hay un fluir de ocasos
en la clandestinidad de las miradas
y curvas y contracurvas
e iniquidad y desmesura

la nuca trae el aliento injurioso de los perros
en la escenografía cóncava del descenso

Hay un fluir de ocasos
y la luna se queda con hilos de sangre entre los dedos
con gritos          con llantos glaciares
con las sombras de siete cadáveres

Se ha abierto un surco
un profundo surco/herida
en la palma de la mano
en el cuello        en el pecho

el surco/muerte
en las palmas de las manos

en el vientre
en el vientre       inconmovible

en las vísceras
galopando       en la sangre

en el borde de la piel
y debajo de las uñas

la muerte/el surco

la muerte
como un hueco       inconmovible

en las palmas de las manos

Año 1997

Cruzar el lodazal

Primer libro de poesía. Colección «Todos bailan», de la Editorial Libros de Tierra Firme. Se editó con el apoyo económico del Fondo Nacional de las Artes.

Mujer de polaridades (tal vez, acaso), Isabel Krisch comienza a definir el tránsito hacia su rostro polifónico a poco de comenzar la escritura. Realiza, entonces, el proceso habitual en la búsqueda del sí mismo, entendiendo como habitual la sensación que se instala en nosotros con la certidumbre de lo vivido. Si a todos (tal vez, acaso) nos han pedido que seamos fuertes y aceptemos y si todos hemos intentado definir el contorno (apenas, aquí/allá, al lado/enfrente) a partir del mínimo perfil, de la rendija imperceptible.
Nos agobia el pasado, pero es menester cruzar el lodazal, a fin de develar la críptica, infinita pregunta: ¿somos la infinitud precisa de la nada o la entidad absoluta del todo?
Y aún sin respuestas, mujer de polaridades, ahora resuelta a destellar (tal vez, acaso) las dudas que la retienen, integra el sí y el no en el punto clave de su poesía. Es entonces cuando las mismas polaridades nos abren otra escena: no se trata sólo de la propia búsqueda sino del encuentro frontal con la palabra. Se trata de impulsar el alma hacia arriba y la voz, hacia fuera.
En su caminata pendular por la cornisa, Isabel invoca a la palabra desde el verso llano, a veces; desde la imagen contundente, otras; desde el uso más audaz, si la profilaxis y la endemia son vocablos tan aparentemente alejados del estilo poético. Y, sin embargo, logra con ellas las definiciones más enteras, las que perduran cuando se ha removido el estiércol y los restos nauseabundos de los otros. Aquéllos a los que también se dirige en algunos poemas. Estos, que somos todos.
Su libro se lee como una invitación: la de recorrer un camino en el que la estructura y hasta las citas de Machado (principalmente) iluminan los pasos, concisos, únicos de ser sólo hombres, nómades, pastores de ninguna oveja, hermosos, ambiguos. Humanos.

Ana Guillot

Y me dijeron
que sea fuerte
que tolere/soporte
que acepte

me pidieron que resista

Y me dijeron
que sea feliz
que la dicha/que el goce
que disfrute lo que tenga

me pidieron que sonriera

Y me dijeron
que no afloje
que me calle
que introspecte

Me dijeron:
—sé agradecida—

Y me pidieron
que fuera ejemplo

también eso
me pidieron

Y fui lo que otros quisieron

Y soy

Nadie me dice ahora
quien soy

Hay que cruzar el lodazal
ya lo sé

ya he comprendido al viento
que ha soplado a mi oído

ya he escuchado el rumor del agua
y la piedra contra piedra
llamándome

hay que cruzar el lodazal
aunque duela la tierra
y me ha dolido

aunque queme el barro
y me ha quemado

Hay que cruzarlo
ya lo sé

animarse a saltar
a la otra orilla

y renovar el horizonte
despegados los ojos
y libre la boca

regenerar la piel
aquella piel
tan cansada

reconocer otras orillas
y retener el cielo
en las pupilas

Hay que cruzar el lodazal
ya lo sé

pero tengo miedo